martes, 29 de marzo de 2011

ENCUENTRO DIOCESANO DE NIÑOS DE POSCOMUNIÓN Y MONAGUILLOS

El pasado sábado, día 26 de Marzo, se celebró en la ermita del Cristo de la Vida de Huertas de Ánimas el programado encuentro de niños de postcomunión y monaguillos al que asistieron  un numeroso grupo de niños y niñas.
Resulto un día especialmente alegre y festivo con talleres y ginkana y la celebración de la Santa Misa, al final de la mañana, presidida por nuestro obispo D. Amadeo que nos expreso su alegría de poder participar, aunque fuera sólo un rato, en el encuentro.


lunes, 21 de marzo de 2011

ENCUENTRO DIOCESANO DE NIÑOS DE POSCOMUNIÓN Y MONAGUILLOS

Como todos sabéis, el sábado 26 de marzo celebraremos el Encuentro Diocesano de Niños de Poscomunión. Tendrá lugar en la ermita del Cristo de la Vida, en Huertas de Ánimas. Este precioso paraje natural está muy cerca de Trujillo. Para poder acceder a la ermita, podéis seguir la antigua Nacional V y coger la salida que indica Huertas de Ánimas.

La llegada de los niños está prevista a partir de las 10’00 horas. La presentación del encuentro y la oración inicial será a las 10’30 horas. Luego habrá diversas actividades lúdicas y formativas a lo largo de la mañana que terminará con la Eucaristía presidida por nuestro Obispo. Seguidamente, sobre las 14’00 horas la comida. Para comer cada niño traerá su comida y su bebida. Sería bueno que para media mañana traigan alguna pequeña cosa. Como estamos en el campo, y aunque contamos con servicios, es recomendable que los niños también metan en la mochila alguna botella de agua.

Por la tarde tendremos una gran Ginkana que nos llevará hasta la oración final. El encuentro concluirá a las 17’00 horas. 

Este año el encuentro de monaguillos tendrá lugar este día y en el mismo sitio. Desde el Seminario Diocesano y el Secretariado de Pastoral de Infancia invitamos a todos los monaguillos de la diócesis a sumarse a este evento, donde habrá actividades específicas para ellos. Os pedimos que los monaguillos traigan su traje para participar en la misa con el Señor Obispo.

domingo, 20 de marzo de 2011

CAMPAÑA DEL DÍA DEL SEMINARIO

Tanto seminaristas mayores, como menores, hemos recorrido la diócesis, desde hace ya algunas semanas, llevando el mensaje del gozo de ser sacerdote, de la necesidad de vocaciones sacerdotales y poniendo de manifiesto el don de Dios para el mundo que es el sacerdote, como reza el lema de este año.
Hoy domingo, el seminario menor participo en la Eucaristía que se celebró a las 12 del mediodía en la parroquia del Salvador de Plasencia.

RITO DE ADMISIÓN

Ayer, día San José recibieron el rito de admisión de manos de nuestro Sr. Obispo: Álvaro García, José Manuel García y Alfonso Javier Salor. Un paso más en su camino hacia el sacerdocio. Oramos por ellos y por todo nuestro seminario diocesano, pedimos que sean fieles al Señor y se preparen para ser santos y sabios sacerdotes.

sábado, 19 de marzo de 2011

DÍA DE SAN JOSÉ - DÍA DEL SEMINARIO

En este día de San José recibiran el rito de admisión: Álvaro García, José Manuel García y Alfonso Javier Salor, feliidades a ellos, felicidades a nuestro seminario en el día de su patrón y protector y felicidades a toda nuestra diocesis.

EL SACERDOTE DON DE DIOS PARA EL MUNDO

jueves, 17 de marzo de 2011

TRIDUO EN HONOR DE SAN JOSÉ

En estos días previos a la fiesta de San José el Seminario Diocesano está celebrando un triduo en su honor. Ayer fue predicado por D. Eugenio Antonio Albalate Gonzalo, hoy, segundo día del triduo será predicado, Dios mediante, por D. Agustín Moreno Moreno y mañana, víspera de San José por Don Victoriano Andrés Ruiz Sánchez Porro.
El sábado, fiesta de nuestro patrón y protector San José, tres de nuestros seminaristas mayores (Álvaro García, José Manuel García y Alfonso Javier Salor) recibiran el Rito de admisión a Sagradas Ordenes en la Eucaristía que celerará nuestro Sr. Obispo en la parroquia de San Nicolás a las 12 de la mañana.


 

LA SOMBRA DE JOSÉ

Hay que reconocer que san José no ha tenido mucha suerte que digamos en la transmisión que los siglos han hecho de su figura. Si nos preguntamos qué imagen surge en la mente del cristiano al oír el nombre del esposo de María, tenemos que respondernos que la de un viejo venerable, con rostro no excesivamente varonil, que tiene en sus manos una vara de nardo un tanto cursi. O quizá, como variante, la de un ebanista que, muy pulcro él, muy nuevos sus vestidos, se olvida de la garlopa, que tiene entre las manos, para contemplar en un largo éxtasis los juegos de su hijo que se entretiene haciendo cruces entre limpísimas virutas. Dos imágenes que, si Dios no lo remedia, van a durar aún algunos siglos, por mucho que la fornida idea de san José Obrero trate de desplazar tanta cursilería. Dos imágenes que, además, poco tienen que ver con la realidad histórica de José, el carpintero de Nazaret.

Al parecer, como los hombres somos mucho más «listos» que Dios, nos precipitamos enseguida a cubrir con nuestra mala imaginación lo que los evangelistas velaron con su buena seriedad teológica. Y así es como a José le dedican pocas lineas los evangelistas y cientos de páginas la leyenda dorada. Pero bueno será empezar por conocerla, aunque sólo sea para saber lo que José «no fue».

El José de la leyenda

La idea del José viejo y milagroso data de los primeros siglos. La encontramos en el escrito apócrifo titulado «Protoevangelio de Santiago» que Orígenes conocía ya en el siglo lll. Se trata de una obra deliciosa e ingenua, nacida sin duda de una mezcla de afecto piadoso y de afán de velar contra posibles herejías. ¿Había quien encontraba difícil de comprender un matrimonio virginal entre José y María? Pues se inventaba un José viudo y anciano que habría aceptado a María más como tutor que como esposo. Y se añadía todo el florero de milagros que ingenuamente inventan todos los que no han descubierto que el mayor milagro de la vida de Cristo es que sólo ocurrieron los imprescindibles.

APÓCRIFOS: Veamos cómo cuenta este primitivo texto apócrifo el matrimonio de José y María:

Se criaba María en el templo del Señor como si fuera una paloma y recibía el sustento de la mano de un ángel. Cuando tuvo doce años deliberaron los sacerdotes y dijeron: «He aquí que María ha cumplido doce años en el templo del Señor. ¿Qué haremos con ella para que no se mancille el santuario del Señor nuestro Dios?» Y dijeron al sumo sacerdote: «Tú estás en el altar del Señor; entra en el santuario y ruega por ella y haremos lo que te revele el Señor». El sumo sacerdote cogió el pectoral con las doce campanillas y se dirigió al Sancta Sanctorum y rogó por ella. Y he aquí que se presentó un ángel del Señor y le dijo: «Zacarías, Zacarías, sal y convoca a los viudos del pueblo; que traigan cada uno su cayado y a quien el Señor señale ése será su esposo». Salieron los heraldos por todo el territorio de Judea y resonaron las trompetas del Señor, y pronto concurrieron todos. San José arrojó su hacha y se apresuró a reunirse con ellos, y después de estar todos reunidos cogieron los cayados y fueron al sumo sacerdote.

Este cogió los cayados de todos, entró en el templo y oró. Después de haber terminado la oración, tomó los cayados, salió y se los entregó, y ninguna señal apareció en ellos. Pero cuando José cogió el último cayado, he aquí que una paloma salió de éste y voló a la cabeza de san José. Y dijo el sacerdote a san José: «Tú estás destinado por la suerte para tomar bajo tu protección a la Virgen del Señor» y san José contestó y dijo: «Tengo hijos, soy un hombre viejo; ella en cambio es joven, tengo miedo de parecer ridículo ante los hijos de Israel». Y dijo el sacerdote a san José: «Teme al Señor, tu Dios, y recuerda lo que hizo con Datán, Abirón y Coré, cómo abrió la tierra y fueron tragados por ella por su oposición. Y teme ahora a Dios, José, no vaya a ocurrir algo en tu casa». Y José temió y la tomó bajo su protección. Y dijo a María: «He aquí que te recibo del templo del Señor y te dejo ahora en mi casa y me voy a hacer mis trabajos y después vendré otra vez a donde ti; el Señor tendrá cuidado de ti mientras tanto.

¡Delicioso! Pero sin una sola palabra que se sostenga a la luz de la crítica y de la historia. Esos heraldos que pregonan por todo el país, esos cayados de los que salen palomas (en otras versiones simplemente la madera seca florece de repente) que se posan en la cabeza del elegido. 0Estamos en el reino de las hadas.

No menos curioso es el apócrifo titulado «Historia de José, el carpintero» y que data del siglo VI o VII. Esta vez el escritor, egipcio probablemente, nos cuenta nada menos que toda la vida de José... narrada por Jesús a sus discípulos en el huerto de los Olivos. En él se nos dice que José tuvo de su primer matrimonio cuatro hijos y dos hijas (y hasta se nos dan sus nombres: Judas, Justo, Jacobo, Simeón, Assia y Lidia) y que, viudo, tras 49 años de convivencia con su primera esposa, recibió a María, de 12 años, como si fuera una hija más. El apócrifo se extiende esta vez, sobre todo, en la muerte de José:

Pasaron los años y envejeció. Sin embargo no padecía ninguna enfermedad. Conservaba la luz de sus ojos y no perdió ni un diente de su boca. También conservó siempre la vitalidad de su espíritu. Trabajaba como un joven en la plenitud de su vigor, y sus miembros estaban sanos. Viviré durante ciento once años.

Pero un día le llegó la hora de morir. Era -dice el escritor- el 26 de abril. El detalle nos muestra el sentido de todo el escrito: su autor quiere defender una fecha concreta para la celebración de la fiesta de san José. Pero, una vez puesto a demostrarlo, rodea de ternísimos detalles -siempre en la boca de Cristo la muerte del anciano:

Yo me senté a sus pies y le contemplaba. Tuve sus manos entre las mías durante toda una hora. Dirigió hacia mi su rostro y me indicó que no le abandonara. Acto seguido puse mi mano sobre su pecho y me di cuenta de que su alma iba en seguida a dejar su morada...

Vinieron entonces Miguel y Gabriel, recibieron el alma de mi padre José y la cubrieron de luminosos vestidos. Le cerré los ojos con mis propias manos y cerré su boca. Y dije a José: «No te invadirá ningún olor a cadáver ni saldrá de tu cuerpo gusano alguno. Nada de tu cuerpo se corromperá, padre mío, sino que permanecerá integro e incorruptible hasta el ágape milenario.

El silencio respetuoso del evangelio

La fábula es hermosa, pero tendremos que olvidarla para tratar de acercarnos a la realidad. Y la realidad es que el evangelio -en expresión de Rops- rodea su figura de sombra, de humildad y de silencio: se le adivina, más que se le ve. Nada sabemos de su patria. Algunos exegetas se inclinan a señalar Belén. Otros prefieren Nazaret. De Belén descendían posiblemente sus antepasados.

Nada sabemos tampoco de su edad. Los pintores, siguiendo a la leyenda, le prefieren adulto o anciano. Un especialista como Franz Jantsch sitúa a José, a la hora de su matrimonio, entre los 40 ó 50 años, aun rechazando la idea de la ancianidad. Pero dada la brevedad de la vida en aquel siglo y aquel país, los cuarenta o cincuenta hubieran sido una verdadera ancianidad.

Al otro extremo se va Jim Bishop que pone a José con 19 años. Lo más probable es que tuviera algunos años más que María y que se desposara con ella en torno a los 25, edad muy corriente para los jóvenes que se casaban en aquel tiempo.

¿Era realmente carpintero? Otra vez la oscuridad. La palabra griega tecton habría que traducirla, en rigor, como «artesano», sin mayores especificaciones. A favor de un trabajo de carpintería estaría la antigüedad de la tradición (san Justino nos dice que construía yugos y arados, y en la misma linea escriben Orígenes, san Efrén y san Juan Damasceno) y el hecho de que ningún apócrifo le atribuya jamás otro oficio. Hasta la edad media no aparecen los autores que le dicen herrero (san Isidoro de Sevilla entre otros). Pero ninguna prueba decisiva señala con precisión el oficio de José.

Algo puede aclararnos el hecho de que en la época de Cristo en Palestina escaseaba la madera. No había sino los famosos cedros, que eran pocos y propiedad de ricos, palmeras, higueras y otros frutales. Como consecuencia muy pocas cosas eran entonces de madera. Concretamente, en Nazaret las casas o eran simples cuevas excavadas en la roca o edificaciones construidas con cubos de la piedra caliza típica del lugar (tan blanda que se cortaba con sierras). En los edificios la madera se reducía a las puertas y muchas casas no tenían otra puerta que una gruesa cortina.

No debía, pues, ser mucho el trabajo para un carpintero en un pueblo de no más de cincuenta familias. Preparar o reparar aperos de labranza o construir rústicos carros. Los muebles apenas existían en una civilización en que el suelo era la silla más corriente y cualquier piedra redonda la única mesa. Evidentemente la carpintería no era un gran negocio en el Nazaret de entonces.

Habría que empezar a pensar que la verdadera profesión de José era lo que actualmente denominaríamos «sus chapuzas». Todo hace pensar que sus trabajos eran encargos eventuales que consistían en reparar hoy un tejado, mañana en arreglar un carro, pasado en recomponer un yugo o un arado. Sólo dos cosas son ciertas: que trabajaba humildemente para ganarse la vida y que se la ganaba más bien mal que bien.

Su matrimonio con María

Este es el hombre que Dios elige para casarse con la madre del Esperado. Y lo primero que el evangelista nos dice es que María estaba desposada con él y que antes de que conviviesen (Mt 1, 18) ella apareció en estado. Nos encontramos ya aquí con la primera sorpresa: ¿Cómo es que estando desposada no habían comenzado a convivir? Tendremos que acudir a las costumbres de la época para aclarar el problema.

El matrimonio en la Palestina de aquel tiempo se celebraba en dos etapas: el «quiddushin» o compromiso y el «nissuin» o matrimonio propiamente tal. Como es habitual en muchos pueblos orientales son los padres o tutores quienes eligen esposo a la esposa y quienes conciertan el matrimonio sin que la voluntad de los contrayentes intervenga apenas para nada. María y José se conocerían sin duda (todos se conocen en un pueblecito de cincuenta casas) pero apenas intervinieron en el negocio. Y uso la palabra «negocio» porque es lo que estos tratos matrimoniales parecían. Los padres o tutores de los futuros desposados entablaban contactos, discutían, regateaban, acordaban. Ambas familias procuraban sacar lo más posible para el futuro de sus hijos.

Pero no parece que en este caso hubiera mucho que discutir. José pudo aportar sus dos manos jóvenes y, tal vez como máximo, sus aperos de trabajo. María -aparte de su pureza y su alegría- pondría, como máximo, algunas ropas y muebles o útiles domésticos. Los tratos preliminares concluían con la ceremonia de los desposorios que se celebraba en la casa de la novia. Amigos y vecinos servían de testigos de este compromiso que, en rigor, tenia toda la solidez jurídica de un verdadero matrimonio. «He aquí que tú eres mi prometida» decía el hombre a la mujer, mientras deslizaba en su mano la moneda que simbolizaba las arras. «He aquí que tú eres mi prometido» respondía la mujer, que pasaba a ser esposa de pleno derecho. Con el nombre de «esposa de fulano» se la conocía desde entonces. Y, si el novio moría antes de realizarse el verdadero matrimonio, recibía el nombre de «viuda». La separación sólo con un complicado divorcio podía realizarse. Los desposorios eran, pues, un verdadero matrimonio. Tras ellos podían tener los novios relaciones intimas y el fruto de estas relaciones no era considerado ilegitimo, si bien en Galilea la costumbre era la de mantener la pureza hasta el contrato final del matrimonio.

Este solía realizarse un año después y era una hermosa fiesta. Un miércoles -día equidistante entre dos sábados- el novio se dirigía, a la calda de la tarde, hacia la casa de su prometida, llevando del ronzal un borriquillo ricamente enjaezado. Las gentes se asomaban a las puertas y, en las grandes ciudades, se agolpaban en las ventanas. En su casa esperaba la novia rodeada de sus amigas, todas con sus lámparas encendidas. La novia vestía de púrpura, ajustado el vestido con el cinturón nupcial que la víspera le habla regalado el novio. Perfumada con ungüentos preciosos, lucia la muchacha todas sus joyas: brazaletes de oro y plata en muñecas y tobillos, pendientes preciosos. La mujer recibía al hombre con los ojos bajos. Este la acomodaba sobre el asno que luego conducirla de la brida. En el camino grupos de niños arrojaban flores sobre los desposados. Sonaban flautas y timbales y, sobre las cabezas de los novios, los amigos agitaban arcos de palmas y ramos de olivo. Cantaba por la calle la novia. En sus cantos hablaba a sus amigas de su felicidad. El cortejo y los amigos del esposo cantaban también, elogiando las virtudes de los desposados. Ya en la casa del novio, un sacerdote o un anciano leía los textos que hablaban de los amores de Sara y Tobías. Y el vino completaba la alegría de todos.

María y José, en el silencio de Dios

María y José vivieron sin duda todas estas ceremonias. Pero, para ellos, entre la primera y la segunda, ocurrió algo que trastornó sus vidas y que dio un especialísimo sentido a este matrimonio. María y José iban a cruzar ese tremendo desierto que los modernos llamamos «el silencio de Dios». Son esos «baches» del alma en los que parece que todo se hundiera. Miramos a derecha e izquierda y sólo vemos mal e injusticia. Salimos fuera de nuestras almas y contemplamos un mundo que se destruye, las guerras que no cesan, los millones de hambrientos. Incluso en el mundo del espíritu no vemos sino vacilación. Ni la propia Iglesia parece segura de si misma.

Nos volvemos, entonces, a Dios y nos encontramos con un muro de silencio. ¿Por qué Dios no habla? ¿Por qué se calla? ¿Por qué nos niega la explicación a que tenemos derecho? Hemos dedicado a él lo mejor de nuestra vida, creemos tener la conciencia tranquila... ¡Mereceríamos una respuesta! Pero él permanece callado, horas y horas, días y días.

Alguien nos recuerda, entonces, la frase del libro de Tobías: Porque eras grato a Dios, era preciso que la tentación te probara (Tob 2, 12) ¿Por ser grato a Dios? ¿Precisamente por serle grato? La paradoja es tan grande que nos parece un bello consuelo sin sentido. Pero es el único que nos llega, porque Dios continúa callado, sin concedernos esa palabra suya que lo aclararía todo.

Dios niega este consuelo a sus mejores amigos escribe Moeller y la Biblia lo testimonia largamente. Todos, todos han pasado alguna vez por ese amargo desierto del «silencio de Dios». Es lo que ahora van a vivir María y José.

Ella habla partido hacia Ain Karim a mitad del año entre la ceremonia de los desposorios y el matrimonio propiamente tal. Había pedido permiso a José para ausentarse, pero no había dado demasiadas explicaciones. Tampoco José las había pedido: era natural que le gustara pasar unas semanas con su prima y mucho más si sabia o sospechaba que Isabel esperaba un niño.

Algo más extraña resultó la vuelta precipitada de María. Aunque los exegetas no están de acuerdo. los textos evangélicos parecen insinuar que volvió a Nazaret faltando algunos días o semanas para el nacimiento de Juan. Al menos, nada dicen de una presencia de María en los días del alumbramiento. ¿A qué vienen ahora estas prisas? ¿No era normal que acompañase a su prima precisamente en los días en que más podía necesitarla?

Esta prisa obliga a pensar que o faltaba poco tiempo para la ceremonia del matrimonio de María o, más probablemente, que los síntomas de la maternidad empezaban a ser ya claros en ella y no quiso que José se enterase de la noticia estando ella fuera.

Regresó, pues, a Nazaret y esperó, esperó en silencio. No parece en absoluto verosímil que María contase como apunta Bishop su estado a José. Los evangelios insinúan un silencio absoluto de María. San Juan Crisóstomo en una homilía de prodigioso análisis psicológico trata de investigar el por qué de este silencio:

Ella estaba segura de que su esposo no hubiera podido creerla si le contara un hecho tan extraño. Temía, incluso, excitar su cólera al dar la impresión de que ella trataba de cubrir una falta cometida. Si la Virgen había experimentado una extrañeza bien humana al preguntar cómo ocurriría lo que anunciaba el ángel, al no conocer ella varón, cuánto más habría dudado José, sobre todo si conocía esto de labios de una mujer, que por el mismo hecho de contarlo, se convertía en sospechosa.

No, era algo demasiado delicado para hablar de ello. Además ¿qué pruebas podía aportar María de aquel misterio que llenaba su seno sin intervención de varón? Se calló y esperó. Esta había sido su táctica en el caso de Isabel y Dios se habla anticipado a dar las explicaciones necesarias. También esta vez lo haría. Seguía siendo asunto suyo.

La noche oscura de José

¿Cómo conoció José el embarazo de María? Tampoco lo sabemos. Lo más probable es que no lo notara al principio. Los hombres suelen ser bastante despistados en estas cosas. Lo verosímil es pensar que la noticia comenzó a correrse entre las mujeres de Nazaret y que algunas de ellas, entre pícara e irónica, felicitó a José porque iba a ser padre.

Ya hemos señalado que nadie pudo ver un pecado en este quedar embarazada María -de quien ya era su marido legal, pensarían todos- antes de la ceremonia matrimonial. No era lo más correcto, pero tampoco era un adulterio. Nadie se rasgaría, pues, las vestiduras, pero no faltarían los comentarios picantes. En un pueblo diminuto, el embarazo de María era una noticia enorme y durante días no se hablaría de otra cosa en sus cincuenta casas. Para José, que sabía que entre él y María no había existido contacto carnal alguno, la noticia tuvo que ser una catástrofe interior. Al principio no pudo creerlo, pero luego los signos de la maternidad próxima empezaron a ser evidentes. No reaccionó con cólera, sino con un total desconcierto. La reacción normal en estos casos es el estallido de los celos. Pero José no conocía esta pasión que los libros sagrados describen implacable y dura como el infierno. El celoso -decía el libro de los Proverbios- es un ser furioso. no perdonará hasta el día de la venganza (Prov 6, 34).

En José no hay ni sombra de deseos de venganza. Sólo anonadamiento. No puede creer, no quiere creer lo que ven sus ojos. ¿Creyó José en la culpabilidad de su esposa? San Agustín, con simple realismo, dice que sí: la juzgó adúltera. En la misma línea se sitúan no pocos padres de la Iglesia y algunos biógrafos. Pero la reacción posterior de José está tan llena de ternura que no parece admitir ese pensamiento.

Lo más probable es que José pensara que María había sido violada durante aquel viaje a Ain Karim. Probablemente se echó a sí mismo la culpa por no haberla acompañado. Viajar en aquellos tiempos era siempre peligroso. Los caminos estaban llenos de bandoleros y cualquier pandilla de desalmados podía haber forzado a su pequeña esposa. Esto explicaría mucho mejor el silencio en que ella se encerraba. Por otro lado, la misteriosa serenidad de María le desconcertaba: no hubiera estado así de haber sido culpable su embarazo, se hubiera precipitado a tejer complicadas historias. El no defenderse era su mejor defensa.

¿Pudo sospechar José que aquel embarazo viniera de Dios? Algunos historiadores así lo afirman y no falta quien crea que esta sospecha es lo que hacía temblar a José que, por humildad, no se habría atrevido a vivir con la madre del futuro Mesías. La explicación es piadosa pero carece de toda verosimilitud. Las profecías que hablaban de que el Mesías nacería de una virgen no estaban muy difundidas en aquella época y la palabra «almah» que usa el profeta Isaías se interpretaba entonces simplemente como «doncella». Por lo demás, ¿cómo podía imaginar José una venida de Dios tan sencilla? Lo más probable es que tal hipótesis no pasara siquiera por la imaginación de José antes de la nueva aparición del ángel. Sobre todo habiendo, como había, explicaciones tan sencillas y normales como la violación en el camino de Ain Karim.

Pero el problema para José era grave. Es evidente que él amaba a María y que la amaba con un amor a la vez sobrenatural y humano. Tenemos un corazón para todos los usos, ha escrito Cabodevilla. Si la quería, no le resultaba difícil perdonarla y comprenderla. Un hombre de pueblo comprende y perdona mucho mejor que los refinados intelectuales. La primera reacción de José tuvo que ser la de callarse. Si María había sido violada bastante problema tendría la pobrecilla para que él no la ayudara a soportarlo.

Mas esta solución tampoco era simple. José, dice el evangelista, era «justo» (Mt 1, 19). Esta palabra en los evangelios tiene siempre un sentido: cumplidor estricto de la ley. Y la ley mandaba denunciar a la adúltera. Y, aun cuando ella no fuera culpable, José no podía dar a la estirpe de David un hijo ilegítimo. Y el que María esperaba ciertamente parecía serlo.

Si José callaba y aceptaba este niño como si fuera suyo, violaba la ley y esto atraería castigos sobre su casa, sobre la misma María a quien trataba de proteger. Este era el «temor» del que luego le tranquilizaría el ángel.

Pero, si él no reconocía este niño como suyo, el problema se multiplicaba. María tendría que ser juzgada públicamente de adulterio y probablemente sería condenada a la lapidación. Esta idea angustió a José. ¿Podría María probar su inocencia? Su serenidad parecía probar que era inocente, pero su silencio indicaba también que no tenía pruebas claras de esa inocencia. José sabía que los galileos de su época eran inflexibles en estas cosas. Quizá incluso había visto alguna lapidación en Nazaret, pueblo violento que un día querría despeñar a Jesús en el barranco de las afueras del pueblo. José se imaginaba ya a los mozos del pueblo arrastrando a María hasta aquel precipicio. Si ella se negaba a tirarse por él, sería empujada por la violencia. Luego la gente tomaría piedras. Si la muchacha se movía después de la caída, con sus piedras la rematarían. Dejarían luego su cuerpo allí, para pasto de las aves de rapiña.

No podía tomarla, pues. Denunciarla públicamente no quería. ¿Podría «abandonarla» en silencio? Entendida esta palabra «abandonarla» en sentido moderno, habría sido la solución más sencilla y la más coherente en un muchacho bueno y enamorado: un día desaparecería él del pueblo; todas las culpas recaerían sobre él; todos pensarían que él era un malvado que había abandonado a María embarazada. Así, nadie sospecharía de ella, ni del niño que iba a venir. Pero ni este tipo de abandonos eran frecuentes entonces, ni la palabra «abandonar» que usa el evangelista tiene ese sentido. En lenguaje bíblico «abandonar» era dar un libelo legal de repudio. Probablemente, pues, era esto lo que proyectaba José: daría un libelo de repudio a María, pero en él no aclararía la causa de su abandono. De todos modos tampoco era sencilla esta solución y no terminaba de decidirse a hacerlo.

¿Cuánto duró esta angustia? Días probablemente. Días terribles para él, pero aún más para ella. ¡Dios no hablaba! ¡Dios no terminaba de hablar! Y a María no le asustaba tanto la decisión que José pudiera tomar, cuanto el dolor que le estaba causando. Ella también le quería. Fácilmente se imaginaba el infierno que él estaba pasando.

Y los dos callaban. Callaban y esperaban sumergidos en este desgarrador silencio de Dios. Su doble pureza hacia más hondas sus angustias. Seres abiertos a lo sobrenatural aceptaban esto de ser llevados de la mano por el Eterno. ¡Pero este caminar a ciegas! ¡Este verse él obligado a pensar lo que no quería pensar! ¡Este ver ella que Dios inundaba su alma para abandonarla después a su suerte! Difícilmente ha habido en la historia dolor más agudo y penetrante que el que estos dos muchachos sintieron entonces. ¡Y no poder consultar a nadie, no poder desahogarse con nadie! Callaban y esperaban. El silencio de Dios no seria eterno.

El misterio se aclara con un nuevo misterio

No lo fue. No habla llegado José a tomar una decisión cuando en sueños se le apareció un ángel del Señor (Mt 1, 20). En sueños: si el evangelista estuviera inventando una fábula habría rodeado esta aparición de más escenografía. No hubiera elegido una forma tan simple, que se presta a que fáciles racionalismos hicieran ver a José como un soñador. Pero Dios no usa siempre caminos extraordinarios. En el antiguo testamento era frecuente esta acción de Dios a través del sueño. Entre sueños, con visiones nocturnas -decía el libro de Job- abre Dios a los hombres los oídos y los instruye y corrige (Job 4, 13). Era además un sueño preñado de realidad. Difícilmente se puede decir más de lo que el ángel encierra en su corto mensaje. Comienza por saludar a José como «hijo de David» (Mt 1, 20), como indicándole que cuanto va a decirle le afecta no sólo como persona, sino como miembro de toda una familia que en Jesús queda dignificada. Pasa después a demostrar a José que conoce todo cuanto estos días está pasando: No temas en recibir a María (Mt 1, 20). Dirige sus palabras al «justo», al cumplidor de la ley. No temas, al recibir a María no recibes a una adúltera, no violas ley alguna. Puedes recibir a María que es «tu esposa» y que es digna de serlo pues lo concebido en ella es obra del Espíritu santo. Son palabras gemelas a las que usara con María. Y contenían lo suficiente para tranquilizar a José. Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. (Mt 1, 21). El mensaje se dirige ahora a José. como diciéndole: aunque tú no serás su padre según la carne, ejercerás sobre él los verdaderos derechos del padre. simbolizados para los hebreos en esta función de ponerle nombre. El nombre tiene en el mundo bíblico mucha mayor importancia que entre nosotros. Casi siempre posee un sentido que trata de definir la vida de quien lo lleva. Y el cambio de nombre adquiere siempre en el antiguo testamento el doble sentido de una «elección» y de una especial «misión». El nombre es, en cierto modo, la primera revelación de Dios sobre el hombre.

Y el nombre que el ángel dice no carece de sentido, es un tesoro inagotable, comenta san Juan Crisóstomo. Se llamará Jesús (Ya-chúa, en hebreo) es decir: «Yahvé salva». Este nombre de «salvador» se aplica a Dios unas cien veces en el antiguo testamento. Dios es mi salvador, viviré lleno de confianza y no temeré (Is 12, 2). Cuán hermosos son los pies de aquel que pregona la salvación (Is 52, 7).

El ángel anuncia así que Jesús traerá lo que el hombre más necesita, lo que sólo Dios puede dar, lo más que Dios puede dar al hombre: la salvación. Salvación, en primer lugar, para su pueblo, para Israel. Habla el ángel a José de lo que mejor puede entender, de lo que más esperaba un judío de entonces. En su hijo se cumplirá aquello que anunciaba el salmo 130: Espera, oh Israel, en el Señor. Porque en el Señor hay misericordia y salvación abundante. El redimirá algún día a Israel de todas sus iniquidades.

Aún es más fecundo el mensaje del ángel: puntualiza en qué consistirá esa salvación. El pueblo -explica el comentario de san Juan Crisóstomo- no será salvado de sus enemigos visibles, ni de los bárbaros, sino de algo más importante. del pecado. Y esto nadie podía haberlo hecho antes de Jesús. Parece que el evangelista tuviera prisa por señalar el eje de la misión de Cristo, salvador, sí, de todos los males, liberador, si, del hombre entero, pero salvador de todo porque atacaría a la raíz de todo, a la última causa de todo mal: los pecados. No venia a dar una batalla directa contra el hambre en el mundo, ni contra la dominación romana, ni contra la divinización humana que incluía la cultura helenística. Venia a dar la batalla contra todo pecado que corrompe el interior del hombre, sabiendo, eso si, que en ella quedarían también incluidas la lucha contra el hambre, la opresión, la idolatría de la inteligencia. Venía a cambiar al hombre, sabiendo que, cuando el hombre fuera mejor, sería también más feliz.

El ángel ha concluido ya su mensaje. Pero el evangelista aún tiene algo que añadir. Mateo se ha propuesto como fin fundamental de su evangelio mostrar a sus contemporáneos cómo se realizan en Cristo todas las profecías que anunciaban al Mesías y aquí nos señala cómo en este misterioso nacimiento se realizan las palabras de Isaías: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo... (Mt 1, 23). Estas palabras que son tan importantes para nosotros, no lo eran tanto para los contemporáneos y antecesores de Cristo, por la simple razón de que no lograban entenderlas. Las escuelas judías apenas comentaban este oráculo y no solían referirlas al Mesías. Esperaban la venida de este enviado revestido de poder y de majestad: mal podían imaginarle a través de un bebé que nace de un ser humano. Pensaban en la llegada de un vencedor adulto, nadie hablaba de su posible nacimiento. Menos aun podían intuir un nacimiento virginal y misterioso. La palabra que nosotros traducimos por «Virgen» (almah, en hebreo) la traducían simplemente por «doncella», «jovencita». Sólo José aquella noche comenzó a vislumbrar el sentido de esa palabra y entendió que a él se le aclaraba el rompecabezas de su espíritu. Ahora todo cuadraba: la pureza incuestionable de su esposa, la misteriosa serenidad de ella, su vocación personal. Ahora supo por qué quería a María y, al mismo tiempo, no la deseaba; por qué su cariño era casi sólo respeto. Entendía cómo podían unirse ideas tan opuestas como «virginidad» y «maternidad»; cómo él podía ser padre sin serlo, cómo aquel terrible dolor suyo de la víspera había sido maravillosamente fecundo.

¿Temió, por un momento, que todo hubiera sido un sueño, una «salida» que se buscaba su subconsciente para resolver el problema? Tal vez sí lo temió. Pero, cuanto más reflexionaba, mas se daba cuenta de que aquello sólo podía ser obra de Dios. ¿Cómo iba a haber inventado él aquel prodigio de un embarazo obrado por Dios que, despierto, ni hubiera podido pasar por su imaginación? Una idea así le hubiera parecido una blasfemia. Pero ahora veía que era posible. Que no sólo era posible, sino que en ella se realizaban las profecías que antes no había podido comprender. No, no era un sueño.

Sintió deseos de correr y abrazar a María. Lo hizo apenas fue de día. Y a ella le bastó ver su cara para comprender que Dios había hablado a José como antes lo habla hecho con Isabel. Ahora podían hablar ya claramente, confrontar sus «historias de ángeles», ver que todo cuadraba, «entender» sus vidas, asustarse de lo que se les pedía y sentir la infinita felicidad de que se les pidiese. Comprendían su doble amor virginal y veían que esta virginidad en nada disminuía su verdadero amor. Nunca hubo dos novios más felices que María y José paseando aquel día bajo el sol.

Un destino cambiado

Pero no sólo alegría. También miedo y desconcierto. Cuando José volvió a quedarse solo comenzó a sentir algo que sólo podía definirse con la palabra «vértigo». Sí, hablan pasado los dolores y las angustias, se había aclarado el problema de María, pero ahora descubría que todo su destino habla sido cambiado. El humilde carpintero, el muchacho simple que hasta entonces habla sido, acababa de morir. Nacía un nuevo hombre con un destino hondísimo.

Como antes María, descubría ahora José que embarcarse en la lancha de Dios es adentrarse en su llamarada y sufrir su quemadura. Tuvo miedo y debió de pensar que hubiera sido mas sencillo si todo esto hubiera ocurrido en la casa de enfrente. Un poeta -J. M. Valverde- ha pintado minuciosamente lo que José debió de sentir aquella tarde, cuando se volvió a quedar solo:



¿Por qué hube de ser yo? Como un torrente
de cielo roto, Dios se me caía
encima: gloria dura, enorme, haciéndome
mi mundo ajeno y cruel: mi prometida
blanca y callada, de repente oscura
vuelta hacia su secreto, hasta que el ángel
en nívea pesadilla de relámpagos,
me lo vino a anunciar:
el gran destino
que tan bello sería haber mirado
venir por otra calle de la aldea...

¿Y quién no preferiría un pequeño destino hermoso a ese terrible que pone la vida en carne viva? Todos los viejos sueños de José quedaban rotos e inservibles.

Nunca soñé con tanto. Me bastaban
mis días de martillo, y los olores
de madera y serrín, y mi María
tintineando al fondo en sus cacharros.
Y si un día el Mesías levantaba
como un viento el país, yo habría estado
entre todos los suyos, para lucha
oscura o para súbdito. Y en cambio
como un trozo de monte desprendido
el Señor por mi casa, y aplastada
en demasiada dicha mi pequeña
calma, mi otra manera de aguardarse.

Pero aún había más: la venida del Dios tonante ni siquiera era tonante en lo exterior. Dios estaba ya en el seno de María y fuera no se notaba nada. Solamente -dirá el mismo poeta- más la sobre María, más lejano el fondo de sus ojos. Sólo eso, ni truenos en el aire, ni ángeles en la altura. El trabajo seguía siendo escaso, los callos crecían en las manos, el tiempo rodaba lentamente. Sólo su alma percibía el peso de aquel Dios grande y oscuro a la vez. «Quizá -pensó- cuando el niño nazca termine por aclararse todo».

J. L. MARTÍN DESCALZO
VIDA Y MISTERIO DE JESÚS DE NAZARET I
Edic. Sígueme. Madrid- 1987.Págs. 99-111

domingo, 13 de marzo de 2011

ENCUENTRO DIOCESANO DE CUARESMA

El Secretariado diocesano de Religiosidad popular, Santuarios y Peregrinaciones ha organizado el tradicional Encuentro Diocesano de Cuaresma, a él nos unimos y participamos en el Viacrucis  con la representación de la Pasión viviente por jóvenes de Pasarón de la Vera, en la Eucaristía presidida por nuestro Sr. Obispo, en el día de su cumpleaños (¡¡¡Felicidades don Amadeo!!!) y en el acto Eucarístico, con el que concluyo la jornada. Hay osdejamos en imagenes algunos momentos.

CAMPAMENTO DE INVIERNO

Aprovechando los días del carnaval, el seminario menor realizó el tradiccional campamento de invierno, en la Finca "El Reguero" en Puerto de Béjar. Han sido días intensos de juegos, trabajo, oración.

 La comida la hciamos nosotros asi ibamos aprendiendo a valernos por nosotros mismos, incluso en el campo culinario.
Tambien hicimos algunas salidas: visitamos a las Hermanitas de los Ancianos Desamparados de Bejar y celebramos la misa en la Virgen del Castañar, más concretamente en la cripta.

viernes, 4 de marzo de 2011

EL SACERDOTE, DON DE DIOS PARA EL MUNDO


REFLEXIÓN TEOLÓGICO-PASTORAL
día del seminario 2011

            «El sacerdote es un don del corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo» (Benedicto XVI, Ángelus 13.06.10).
            El día en que Benedicto XVI exhortaba con estas palabras tras el rezo del ángelus a la multitud congregada en la plaza de san Pedro, Roma era un hervidero de sacerdotes venidos de todas partes del mundo. El motivo de esta concentración de culturas, lenguas y geografías diversas, expresión de una fraternidad presbiteral que no conoce fronteras, era la conclusión del Año Sacerdotal que el Santo Padre había convocado un año antes para conmemorar el centenario de la muerte de san Juan María Vianney. No obstante la pléyade de voces alzadas en convenios teológicos, publicaciones y alocuciones diversas a propósito de este evento, pocas palabras como las proferidas por el Papa aquella mañana logran iluminar con igual sencillez y clarividencia la esencia del sacerdocio ministerial.
            «El sacerdote, regalo de Dios para el mundo». Este es el lema que, parafraseando la frase de Benedicto XVI, anima la jornada del Día del Seminario de este año. El eslogan puede resultar algo manido, dado por descontado; una obviedad sobre la que no merece la pena detenerse. No obstante la posibilidad de esta inmediata impresión, quizá sea hoy más que nunca necesario afirmar que el sacerdote representa para el mundo una acción de Dios en la que se refleja su predilección amorosa por los hombres. Esta verdad, llamada a animar el ejercicio del ministerio e interiorizarse en quienes se preparan para recibir el sacramento del orden, exige su proclamación constante, sobre todo en un mundo que ni parece necesitar ni solicita este «regalo».

1. Un mundo «de-sacerdotalizado»
            En efecto, no parece que ni la sociedad ni la cultura contemporánea contemplen en la figura del sacerdote un bien necesario para el funcionamiento del tejido social. Hoy en día, el presbítero es considerado por una mayoría de bautizados no practicantes como una especie de «funcionario» cualificado, que presta un servicio religioso en momentos cruciales de la vida como el nacimiento, el matrimonio o la muerte. Para un número creciente de ciudadanos que se manifiestan indiferentes en materia de religión, el sacerdote carece de significación pública alguna. Los miembros de otras religiones lo consideran un representante oficial de la Iglesia. Por último, para un número no desdeñable de cristianos practicantes, con diversos grados de compromiso, el sacerdote se muestra como guía espiritual, mediador del encuentro sacramental entre Dios y el hombre, animador de la comunidad, de los ministerios y carismas que la constituyen. El sacerdote preside la Eucaristía, momento festivo y gozoso en el que se hace actual la salvación acaecida en la muerte y resurrección de Cristo, y visibiliza el rostro misericordioso del Padre en el sacramento de la penitencia.
            Esta fragmentación de significado social, cultural y religioso de la figura del sacerdote constituye un fenómeno relativamente reciente que discurre a la par del proceso de secularización en el que estamos inmersos. Si hasta hace poco el sacerdote era captado con unos rasgos unívocos que permitían incluso delinear personajes literarios emblemáticos, hoy asistimos al surgir de una generación que al leer San Manuel Bueno y Mártir, El poder y la gloria o Diario de un cura rural, no logran simpatizar con el drama interno que asola a sus protagonistas, sacerdotes atenazados por la duda, la responsabilidad ante el pueblo cristiano y un reverencial temor de Dios. Esta ausencia de empatía refleja el desvanecimiento de un «mundo» familiarizado con la cosmovisión cristiana y sus elementos constituyentes, situación que conlleva un «extrañamiento» creciente ante la figura del sacerdote.
            El «mundo» diseñado en Occidente durante el siglo xx, marcado por las guerras mundiales y el delicado equilibrio entre las grandes potencias, es un mundo labrado a partir de un puñado de ideas que portan en sí el legado de una larga incubación filosófica y teológica. Principios como la emancipación, la lucha o la liberación, con sus variados adjetivos o genitivos –lucha obrera, emancipación de la mujer, liberación sexual–, han guiado la actividad humana y la búsqueda espiritual del hombre del último siglo. En los albores del tercer milenio, una idea sobresale como herencia de este devenir cultural entre los nuevos mitos que sustentan el contrato social: la idea de «progreso».
            La idea de progreso constituye uno de los elementos basilares de la cultura en la era de la técnica y es, en gran medida, consecuencia de ella. El papa Benedicto XVI se ha hecho eco en repetidas ocasiones de la visión del mundo emergente de una «ideología del progreso», versión secular de la esperanza escatológica, y de las dificultades que esta estación cultural genera para la vivencia de la fe cristiana, que se ve sustituida por una «fe en el progreso»[1]. El «mundo» que emerge de esta visión se ve privado de un horizonte escatológico, de la confianza radical en la promesa del Padre que ha sido cumplida definitivamente en Cristo y que aguarda su recapitulación última. En un mundo así, el sacerdote, puente tradicional entre la orilla del «mundo» y la del Reino, deviene innecesario y prescindible.
            Sin embargo, la fe en el progreso se demuestra incapaz de generar sentido. En el panorama de increencia generalizado, proliferan experiencias de diverso género que tienen en común la búsqueda (¿desesperada?) del sentido. Las corrientes afines a la New Age, la meditación trascendental, el yoga, etc. toman el puesto de las tradicionales prácticas cristianas, ofreciendo una vía para afrontar la «tragedia» de una existencia humana regida por la mera necesidad[2]. El sacerdote es sustituido, en cierto modo, por el gurú, el maestro de relajación o el personal-trainer.

2. ¿Un sacerdocio «de-mundanizado»?
            La situación esbozada en las líneas precedentes es susceptible de múltiples interpretaciones. El Concilio Vaticano II ha marcado, sin embargo, una orientación fundamental en la comprensión de la relación de la Iglesia con la comunidad humana, expresada en la constitución Gaudium et Spes. Esta orientación de apertura y diálogo nace de la natural vocación de la Iglesia a anunciar a todos los hombres la Palabra de la salvación acontecida en Cristo, lo que nos obligar a considerar como tentación el impulso hacia el repliegue que nace de la constatación de un «mundo» sordo ante la Palabra de Dios.
            La tentación del repliegue hacia el interior afecta sobremanera a los sacerdotes, quienes han sido objeto de un progresivo exilio de los ámbitos de la cultura y de la incidencia pública. Una funesta consecuencia del «anti-clericalismo» –actuado en diversos ámbitos y con intensidad variada–, ha sido no solo la difusión, sino también la interiorización en no pocos ministros, de un errado convencimiento según el cual el sacerdote no debe sostener discurso alguno en la construcción del espacio público[3]. Su ámbito de acción se limita a la esfera de lo privado y de lo confesional. Este arrinconamiento no procede de una voluntad directa, sino que es la consecuencia de una organización del mundo basada en la ideología del progreso. El espacio público es ocupado por el libre mercado, los valores económicos y la carrera desenfrenada por el poder. El encuentro con Cristo y el amor son acontecimientos de la vida humana que quedan fuera de la organización cívica. Y, sin embargo, son los eventos fundadores de una existencia auténtica, de los que el sacerdote se hace eco con su propia vida entregada a la causa del Reino.
            La existencia sacerdotal está sostenida por una paradoja de no fácil gestión. Por un lado, el presbítero está llamado a guiar a una comunidad eclesial concreta, para que esta sea precisamente «voz» en el mundo de la Buena Nueva. El presbítero es un hombre fundamentalmente dedicado a su comunidad, en la que preside la Eucaristía y perdona los pecados, proclama la Palabra y anima los ministerios y carismas. El sacerdote es, en este sentido, un «hombre de Iglesia», que representa visiblemente la institución eclesial. Pero por otro lado, la evangelización y el apostolado constituyen un aspecto esencial de su identidad ministerial, que adquieren una especial relevancia en un contexto marcado por la secularización y la increencia.
            La gestión de esta tensión inherente al sacerdocio da lugar a no pocas incertidumbres sobre el modo concreto de llevarla a cabo. Una articulación posible de la misión de la Iglesia consiste en la «funcionalización» de las tareas: mientras que a los laicos les compete el anuncio de la palabra en el «mundo», de los sacerdotes se espera la proclamación de esta misma Palabra en el seno de la comunidad eclesial. Este modo de vislumbrar la actividad misionera de la Iglesia, sin embargo, parece en cierta medida preso de una «lógica de la eficiencia» que ha de ser juzgada teológicamente. En una visión del género se produce un riesgo considerable de de-mundanizar el ministerio sacerdotal, esto es, de apagar el originario dinamismo apostólico de la vocación presbiteral en beneficio de una concentración en las tareas típicamente eclesiales.
            La historia de la Iglesia brinda una dilatada nómina de figuras sacerdotales que, explorando esta originaria dimensión apostólica, han contribuido a forjar síntesis y visiones de vida que permanecen como un tesoro inmaterial de la humanidad: san Ambrosio, san Agustín, santo Tomás de Aquino, Bartolomé de las Casas, Erasmo de Rotterdam, el beato John Henry Newman, etc. Estos y otros tantos nombres fueron sacerdotes que, en los momentos críticos de la historia, esto es, cuando se gestaba una nueva estación del espíritu humano, realizaron contribuciones originales e imprescindibles de las cuales aún hoy se alimenta nuestra experiencia espiritual y cultural. Reivindicar su memoria como sacerdotes que entendieron su ministerio como servicio a la Verdad, y en consecuencia como servicio al «mundo», es un acicate para explorar nuevas vías de expresión de esta dimensión apostólica del ministerio sacerdotal.

3. El sacerdote, un don para el mundo hoy
            En tiempos de incertidumbre, se antoja más necesario que nunca prolongar la estela de tantos sacerdotes que han sido claves para la renovación espiritual y social del «mundo» en distintas épocas y geografías. La proclamación del Evangelio más allá de los confines de la Iglesia –la nueva evangelización– constituye esencialmente al sacerdocio ministerial. No se trata de una dimensión accesoria o prescindible, sino de un impulso constitutivo de la identidad presbiteral que encuentra su mejor expresión en la «caridad pastoral», que «los pone en la iglesia (a los sacerdotes) como servidores autorizados del anuncio del Evangelio a toda criatura y como servidores de la plenitud de la vida cristiana de todos los bautizados»[4].

            La postura de Jesús ante el «mundo», de cuya caridad pastoral participan los presbíteros[5], esclarece el sentido y el modo de la donación del sacerdote al mundo. El Evangelio de Juan presenta una teología sobre la relación de la Iglesia con el mundo, en el que se describe un modo de situarse ante las realidades terrenas desde la fe en Jesús y la esperanza en el Reino venidero. «Mi reino no es de este mundo» (Jn 18, 36), afirma Jesús ante Pilatos. La lógica del Reino de Dios que Él ha proclamado y la lógica del mundo no se confunden. La Iglesia, prolongando la misión de Cristo, ha tratado de mediar, aunque no pocas veces oscureciendo el brillo del Evangelio, la relación entre el mundo y el Reino de Dios al que la humanidad entera ha sido convocada. La Iglesia, que constituye ya en la tierra «el germen y el principio de este reino»[6], continúa su peregrinaje hasta que «todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra» sean reconciliadas con Cristo (Col 1, 20).
            Al sacerdote le compete hoy seguir convocando a todos los hombres a descubrir la promesa de Dios y suscitar la esperanza en el advenimiento definitivo del Reino. Esta función, que brota del impulso apostólico que anima su vocación presbiteral, requiere una sensibilidad evangélica que colorea tanto su presencia en el mundo como su relación con las realidades terrenas. Sobre el modo de articular concretamente este tipo de presencia, sugerimos algunas vías concretas.
            El sacerdote puede ser hoy un verdadero «regalo» de Dios al mundo si se atreve a desvelar su lógica aplastante, guiada por la auto-afirmación y el poder. Lo expresa de un modo sobrecogedor Fiedrich, el personaje de la película La caída de los dioses[7], cuando en su afán de poder y enriquecimiento se ve «obligado» a asesinar a su socio: «He aceptado una lógica despiadada de la que jamás podré liberarme». El «mundo» de hoy, que confía ciegamente en la idea del progreso, cae preso de una lógica deshumanizante en la que el dinero, el poder sobre los otros, la auto-afirmación, devienen principios rectores de la existencia. El sacerdote ha de tener el coraje de poner de manifiesto las nuevas idolatrías, no con un fin reprobatorio e incriminador, sino con un interés soteriológico que nace del convencimiento de que todo hombre ha sido llamado a degustar la salvación definitiva acaecida en Cristo. Solo después de este desenmascaramiento, el sacerdote deberá proponer la lógica de Jesús, basada en el servicio humilde y en el amor desinteresado, como principio rector de una existencia verdaderamente humana[8].
            El ejercicio de este servicio al mundo requiere de un esfuerzo constante por reavivar la dimensión profética y poética de la existencia sacerdotal[9]. El don del Espíritu recibido en la ordenación exige la puesta en juego de todas las potencialidades y capacidades personales. Los presbíteros y los candidatos al sacerdocio, como reiteran los documentos del Magisterio que abordan la formación presbiteral, han de cultivar una sensibilidad cultural, intelectual y espiritual que les permita escudriñar los signos de los tiempos. El ejercicio de esta función profética conlleva un interés verdadero por la literatura, las artes, el cine, etc., esto es, por todas las creaciones donde cristalizan el espíritu y los símbolos de la cultura de nuestro tiempo, que portan propuestas de sentido en ocasiones ajenas a cualquier significación trascendente. Conlleva también un conocimiento de las leyes económicas y de las estrategias políticas, del funcionamiento de los medios, el «cuarto poder», y del modo en que la así llamada «opinión pública» es generada y difundida. Conlleva, en definitiva, una destreza mínima para circular en el alambicado circuito de la post-modernidad, donde no existen reglas fijas ni metas predefinidas.
            El sacerdote es «regalo» de Dios al mundo también cuando se empeña en las actividades típicamente eclesiales, esto, es cuando edifica y acompaña a la comunidad eclesial. Los hombres y mujeres que constituyen esta comunidad también viven en el tiempo presente, con problemáticas y desafíos idénticos al resto de individuos que componen la sociedad en la que se hace presente la Iglesia. Es responsabilidad del ministro ordenado conducir a la comunidad cristiana de tal modo que esta llegue a ser verdadera «luz del mundo» (Mt 5, 16). En no pocas ocasiones se alzan lamentos entre el pueblo de Dios ante la superficialidad y escasa preparación de muchas homilías. Qué distinto sería si el sacerdote que las proclama se hiciese siempre consciente de que los destinatarios de sus palabras viven y están «en el mundo», atenazados por preocupaciones y proyectos que ocupan al conjunto de los ciudadanos.
            El sacerdote es «regalo» de Dios al mundo cuando a través de su existencia concreta, su estilo de vida, sus gestos y palabras, contribuye a desvelar el rostro trinitario de Dios; cuando su «mundo personal» rezuma misericordia, hospitalidad, entrega. La antropología dominante está profundamente marcada por la idea de subjetividad personal. Cada uno construye su propio «mundo», su personal visión de la existencia, a partir de las experiencias hechas, de las decisiones tomadas y de las acciones emprendidas. No existe un solo «mundo», esto es, una cosmovisión dominante, sino una pluralidad de mundos, de modos de ubicarse en la existencia, de maneras de vivir la propia vida. Al sacerdote se le abre un precioso campo de acción: el acompañamiento a los jóvenes en la creación del propio mundo, en la gestación de la propia identidad, que tiene que ver con el descubrimiento y asimilación de la vocación personal a la que cada uno ha sido llamado.
El sacerdote es, por último, «regalo» de Dios al mundo cuando reza por él, cuando hace memoria en su oración de la conflictividad inherente al mundo, de las víctimas de las guerras, del injusto reparto de los bienes, de los desastres naturales, etc. Las palabras de Jesús sostienen el impulso apostólico del presbítero, consciente de que este afán, como nos recuerda Benedicto XVI, nace del corazón de Cristo: «Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. No solo por ellos ruego, sino también para los que crean en mí por la palabra de ellos» (Jn 17, 18-20).


[1] Cf. Benedicto XVI, Spe Salvi 17. Al aludir a esta «nueva fe» viene a la mente el título del primer disco de Micah P. Hinson –Micah P. Hinson and the Gospel of Progress–, un título elocuente y sugestivo de cuanto venimos diciendo.
[2] Cf. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, Madrid 2007.
[3] El tema es sobremanera complejo. Las raíces y las expresiones del anti-clericalismo son variadas y de diversa coloración e intensidad. El fenómeno del anti-clericalismo se observa en las presentes líneas en la medida que conlleva un desafío para la definición del papel del sacerdocio en el «mundo».

[4] Pastores dabo vobis 15.
[5] Cf. Pastores dabo vobis 22-23.
[6] Lumen gentium 6.
[7] El título del film de L. Visconti no es casual. Cuando Dios desaparece del horizonte humano, el mundo queda abandonado a su suerte, guiado por una lógica absurda de la que «ningún dios nos puede salvar».
[8] Cf. Gaudium et spes 22: «El misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».
[9] Cf. K. Rahner, «Existencia sacerdotal», Escritos de teología III, Madrid 2002, 251-274; Id., «Sacerdote y poeta», Escritos de teología III, 307-328.